Quizá te has cruzado con uno. No con alguien empeñado en volar, sino con ese tipo que dedica su energía a disparar a quienes ya lo hacen con naturalidad.
No toleran que algo funcione.
La felicidad ajena no les inspira, les irrita.
Como si ver a otros bien fuese una especie de ofensa personal.
Y lo peor no es que existan.
Lo peor es cuando ascienden.
Y acaban sentados en despachos, tomando decisiones.
Entonces ocurre:
No miran sus carencias.
No corrigen sus errores.
Van al cortijo de al lado no para aprender, para dinamitarlo.
Lo que les molesta no es el fallo ajeno.
Es el éxito.
¿Un equipo satisfecho?
¿Que rinde bien y además descansa?
Inaceptable. Intolerable. Un ultraje.
Un equipo feliz no es un estímulo.
Es una herida abierta a la que no paran de echarle sal.
Estas respuestas no siempre son deliberadas. Pueden surgir como intentos inconscientes de restaurar una sensación de valor personal o control.
Pero, ¿qué impulsa esta conducta?
Porque esto no solo va de querer lo que el otro tiene.
Se trata del malestar que genera que el otro lo tenga… y uno no.
Hablemos de la envidia
Desde una perspectiva adaptativa, la envidia cumple una función:
señala desigualdades sociales potencialmente peligrosas para el acceso a recursos, estatus o alianzas.
El cerebro social, diseñado para anticipar riesgos relacionales, detecta esas diferencias y activa conductas de corrección.
En su versión funcional, puede traducirse en motivación, esfuerzo o superación. En su versión disfuncional, en boicot, crítica o desprestigio del otro.
En primates, por ejemplo, ya observamos reacciones negativas ante repartos de recompensas percibidos como injustos. Este tipo de respuesta (protoenvidia) favorece el equilibrio grupal y limita el favoritismo.
Entonces, ¿qué pasa con este jefe?
Para él, un equipo feliz representa una amenaza simbólica.
Si sus subordinados disfrutan más, ¿qué dice eso de su propio rango jerárquico?
En su esquema mental, que los demás disfruten erosiona su autoridad, debilita su valor dentro del grupo.
No es una rabieta, es una reacción emocional que intenta proteger una autoimagen frágil.
La envidia, aquí, no es irracional: es un intento —fallido, torpe, pero lógico— de restaurar el equilibrio de poder y recuperar algo de reconocimiento.
Porque cuando el éxito ajeno choca con la propia imagen de estatus o merecimiento, se activa la alarma.
Una especie de sistema emocional diseñado para defender la coherencia interna:
"Yo valgo… entonces ¿por qué ellos están mejor?"
Y para silenciar esa disonancia, hacen lo que sea.
Incluso dinamitar lo que sí está funcionando.
Como ya intuía Nietzsche, la envidia no es simplemente una emoción desagradable. Es la semilla del resentimiento moral cuando se convierte en regla de vida.
En vez de transformarse a sí mismos, algunos prefieren atacar lo que funciona fuera. No buscan crecer, su objetivo es rebajar al otro.
Y así, su voluntad de poder no crea, sólo reacciona.
Como si la única forma de proteger su identidad fuera impedir que los demás brillen.
Lo trágico no es que sientan envidia.
Lo trágico es que la conviertan en virtud.
“Nada envenena más profundamente que el resentimiento de los impotentes” Friedrich Nietzsche, La genealogía de la moral
Lo dejamos aquí por hoy.
Nos leemos el próximo domingo.
Ainhoa
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No solo se aplica a jefes o directores, pude incluir departamentos completos