Amancio Ortega, nacido en 1936 en Busdongo de Arbás, un pueblo de León, España, es conocido hoy como uno de los hombres más ricos del mundo, pero su historia no comienza con yates ni coches de lujo.
Empezó trabajando a los 14 años como repartidor en una tienda de ropa en La Coruña.
Imagina la escena: un joven Amancio, correteando por las calles con paquetes de ropa, sin saber que años después estaría revolucionando la moda con Zara. En 1972, fundó su primer negocio, Confecciones Goa, una modesta fábrica de batas y pijamas. Pero el verdadero cambio llegó en 1975 con la apertura de la primera tienda Zara, que rompió los esquemas del sector con su modelo de “moda rápida”. Ortega captó antes que nadie que la gente quería vestir a la moda sin arruinarse ni esperar seis meses.
Pero no todo fue glamour y pasarelas.
El camino al éxito estuvo lleno de desafíos, más traicioneros que un Black Friday en un centro comercial. En los años 80 y 90, mientras Zara se expandía y conquistaba mercados internacionales, Amancio se la jugó (y apostó grandes sumas de dinero) en cada movimiento. Fracasar no era una opción para él; estaba dispuesto a hipotecar propiedades y reinvertir todas sus ganancias en su visión empresarial.
Como en una partida de Monopoly, pero a lo grande, en la vida real.
¿Y cómo hizo Inditex para superar a tantos competidores?
Con una obsesión casi maniática por la eficiencia y un control casi militar del proceso de producción. Ortega entendió que, para ganar en el juego de la moda, había que ser más rápido, flexible e innovador que nadie.
Hoy vemos el yate, el cochazo, el estilo de vida de película… pero, ¿y el proceso? Dicen que Amancio trabajaba entre 12 y 14 horas al día para que su negocio funcionara. Todos queremos el Ferrari, pero pocos están dispuestos a dedicar esas 12 o 14 horas, arriesgar el patrimonio familiar o pasar noches en vela pensando en la próxima jugada.
Porque el camino hacia el éxito es, por decirlo de alguna manera, el “hermano feo”.
Pero, ¿por qué preferimos el destino final y no el viaje?
La respuesta está en nuestro cerebro.
Piensa en por qué preferimos devorar la galleta ahora en lugar de esperar la fruta después de la cena. A través de mecanismos evolutivos, estamos programados para buscar recompensas inmediatas en lugar de las que requieren paciencia. Nuestro cerebro es como un niño en una tienda de dulces, buscando ese chute rápido de dopamina cuando anticipa una recompensa.
Mientras, el cortisol, asociado al estrés, se activa cuando pensamos en el trabajo necesario para alcanzar una meta lejana.
Luego está el fenómeno del “descuento temporal”: básicamente, nuestro cerebro dice: “¿recompensas futuras? Nah, dame algo ahora”.
Esto es impulsado por el sistema límbico, que procesa las recompensas inmediatas con mayor intensidad emocional. No es raro que la idea de un proceso largo nos resulte tan poco atractiva como una ensalada cuando lo que queremos es un helado.
El estrés y las respuestas emocionales también juegan su papel. Trabajar hacia un objetivo implica enfrentar incertidumbres, esfuerzos continuos y posibles fracasos, lo que puede activar respuestas de estrés en la amígdala.
¿El resultado? El cerebro quiere evitar ese malestar y se centra en placeres inmediatos que reactiven su sistema de recompensa.
Y finalmente: la economía cognitiva. Cuando queremos un objetivo ambicioso, la red de control ejecutivo entra en acción, pero claro, consume muchos recursos mentales y puede agotarnos más que una maratón. El cerebro es un gran economista: prefiere minimizar el esfuerzo, porque trabajar consume energía, y prefiere los atajos directos a la recompensa. Una gratificación inmediata requiere menos esfuerzo cognitivo, ya que el cerebro no necesita manejar los pasos intermedios ni la incertidumbre del proceso.
El éxito es una palabra que todos desean ver junto a su nombre, pero pocos están dispuestos a pagar el precio que conlleva.
Porque sí, hay un precio. No hay atajos, ni fórmulas mágicas; no puedes simplemente aparecerte en el lugar que deseas. ¿Quién te crees, Albus Dumbledore?
¿Alguna vez has intentado correr?
Más veces de las que me gustaría admitir, hay un momento al inicio donde surge una cháchara mental. Una vocecilla que susurra:
“¿Qué estás haciendo aquí?”. Y sigues corriendo.
“¿Pero qué necesidad hay de esto?”
Y de repente, empiezas a pensar que tiene razón. Que correr es de cobardes, que podrías estar descansando, que ya estás cansado y que, además, tienes hambre. Pero sigues un poco más. Te recuerdas a ti mismo que es bueno, que llevas todo el día sentado, y que no quieres terminar con “culo carpeta”. Pero ahí sigue esa voz, cuestionando tu esfuerzo, diciéndote “¿por qué nos torturas?”
Cualquier cosa que valga la pena va a ser difícil. Requerirá persistencia. Habrá momentos en que tengas que tirar de fuerza de voluntad porque no tienes energía, pero superar esa resistencia siempre vale la pena. Cuando terminas de correr te sientes imparable.
Trabajar entre 12 y 14 horas al día no es para todos. Es un camino lleno de noches sin dormir, decisiones difíciles y más café del que es saludable admitir. Es estar dispuesto a trabajar cuando otros descansan, a aprender cuando otros se conforman y a perseverar cuando todo parece ir en contra.
Si quieres el éxito, vas a tener que bailar con el hermano feo.
Vas a tener que superar los momentos de “¿qué necesidad tengo yo de hacer esto?”
Lo dejamos aquí por hoy.
Nos leemos en unos días.
Ainhoa
Totalmente de acuerdo, que bien lo has expresado, enhorabuena por el post!
Con el hermano feo pocos quieren bailar, implica sacrificios, riesgos y una buena pirámide de prioridades mejor que la de Maslow.
Muy buen análisis del proceso hacía el éxito. Muchas gracias por compartir Ainhoa. Un abrazo.